29 de julio de 2014

Cabeza fría y corazón ardiendo.


Los médicos eran comunes, ni siquiera sabía bien porqué era que los visitaba tanto; bueno, sabía, pero no lo comprendía más allá del hecho de que algo le malo debía pasarle para que ensuciara los calzones.

Tantas fueron las alternativas de su madre en arreglar el problema de la niña, que terminaron acudiendo al médico de moda en turno: el iriólogo. Ese sujeto de medicina alternativa que te mira detenidamente los ojos y te dice que a través de ellos y tu iris marcado por pequeños gajos oscuros, se muestran todos tus padecimientos, producto de acciones, emociones y demás cosas que uno tenga. 
Cuando miró los ojos de Marianela, el diagnóstico fue claro: tenía miedo. Un miedo profundo, que después se volvió inexplicable, pues ni ella sabía a qué le tenía miedo y no supo qué responder en ese momento cuando se lo preguntaron: ¿A qué le tienes miedo?. 
¿A qué le podría tener miedo una niña de 10 años? Cuando salió del consultorio escuchó decir a alguien la frase: "No importa, Hipólito. Cabeza fría, corazón ardiendo". La cual, mucho tiempo después venía usando en varias circunstancias de su vida, cuando debía tomar calma, respirar y volver a empezar.

Marianela pasó por muchos más doctores hasta que le dijeron que su tragedia no era más que una mala dieta, y cuando cumplió los 25 años, pasó de alimentarse mal a tener un que otro diagnóstico sobre síndromes poco conocidos, pero supuestamente comunes.

Ella seguía pensando, cada vez en cuando, en aquel miedo del cual le habló tan convencido el médico aquel, en ese consultorio oscuro localizado en una tienda comercial, y se ponía a pensar a qué sería aquello que le tendría tanto miedo; repasaba y repasaba los detalles de los que se acordaba, de lo que hacía, de lo que no le gustaba, indagando de qué miedo podría estar hablando ese doctor. Y llegaba a la conclusión a veces, de que si no sabía en aquel entonces, mucho menos lo iba a saber 20 años después. Era ahí cuando pasaba del pasado, al presente y se preguntaba siempre: ¿A qué le tengo miedo? Muchas eran las respuestas, a veces era a estar sola, a comer y engordar demasiado y no caber en el vestido, a reprobar el examen de química, a que ese chico que tanto le gustaba le rechazara, a que la asaltaran y le quitaran toda la quincena, a llegar tarde y perder el bono de puntualidad, a que se le quemara el arroz, a nadar en una alberca tan honda que el agua le llegara por encima de la cabeza, a que le volvieran a romper el corazón... Pero ninguna era tan convincente como para determinar su estado gastrointestinal, ninguna le parecía un miedo tan considerable y latente como para que se convirtiera en un malestar crónico.

Un día, cuando estaba por alcanzar los 30 años, murió su padre. Una muerte por nadie esperada; ni siquiera estaba enfermo. Un accidente de auto se los arrebató una noche de verano y elecciones. Y tras el trágico suceso, un año después, cuando a Marianela le pasó de nuevo por la cabeza el tipo de la lamparita en los ojos, entendió que toda su vida, le había temido a la muerte. Esa muerte cruel, que no te avisa, que de un golpe te arranca de las entrañas el alma y dejas de existir, a esa y a la de todo tipo: a la que esperas, a la lenta y dolorosa, a la súbita e indolora, a la anunciada, a la provocada, a la muerte en vida.

El imaginarse cerrar los ojos y no volver a abrirlos jamás, era completamente inentendible, ininteligible para ella. Imaginarse qué se siente, cuál será tu último pensamiento, tu último deseo. ¿Qué pasa después de la muerte? ¿Y si no sabes que moriste? 

El encontrarse inmersa en todo aquello que hace estando viva, y saber que no lo haría jamás, le daba pánico, le torturaba y la angustiaba pensar en su padre y en su muerte, en que algún día morirán otros y ella también, seguro antes que muchos.

Morir. No quiere morir. El concepto de que es algo que se debe hacer y que a todos les pasa, no es algo que le consuele. Más allá de morir, de dejar de existir, su miedo radica en no estar preparada para ello.
Marianela desearía que ojalá hubiese algo que nos permitiera saber morir, como tantos consejos que hay por ahí, que se sacan de la manga o que son realmente probados, que todos siguen o intentan seguir para saber vivir. Lástima para los vivos, que no tenemos manera de saber cómo les fue a aquellos que murieron. Ojalá hubiese el manual del buen morir o pudiera con el tiempo, fabricárselo ella misma, y poder encontrar la muerte y no sentir más miedo. Porque hasta para eso, pa' morirse, hay que tener la cabeza fría y el corazón ardiendo.

8 de julio de 2014

Te extraño papá.

Cada día, todos los días. No importa qué hora o qué esté haciendo. No existe un momento en el día, en el que no me acuerde de ti y en el que justo cuando te posas en mis recuerdos me siga preguntando porqué es que ya no estás aquí. No pasa un día en el que no me hagas falta, momento en el que no te necesite aquí.
Vuelvo a ese día, a ese 8 de julio en el que jamás me sentí tan perdida y tan lejos de todo, tan inmiscuida en la nada como aquella vez, esos miles de km lejos de casa parecieron eternos, infinitos. Nunca sentí la necesidad de no querer sentir nada, de no decir nada, de no ver nada que no fueses tu.
Intento hacerme a la idea de que no estás y de que siempre va a ser así, pero no lo logro. No entiendo porqué no me llevarás al altar, porque no conociste a Javier, porque no llegaste a la boda de José Angel, porque no conocerás a tus nietos, porqué no voy a poder abrazarte una vez más. No lo entiendo. Y estoy segura que jamás lo voy a entender, porque para mi y para todos los que te amamos nunca debiste irte.
Papa, donde quiera que te encuentres y a donde quiera que hayas ido: Te amo y te extraño.