15 de octubre de 2016

31 años.

Tengo 31 años y me siento mejor que nunca.

Uno cree que los mejores años de su vida son cuando se es joven, vital y aventurero. Yo creía eso. Creía que después de una derrota no podría sentirme bien, realizada y plena, sobre todo después de la que viví cuando cumplí 30. Que después de todo ello probablemente sería mucho más amargada, histérica y engreída de lo que he llegado a ser, o que sufriría de más e inútilmente porque no cumplo con el patrón de no ser soltera y sin hijos, porque regresé sin querer, porque se me murió la vida en Buenos Aires y el corazón se me quedó en Rivadavia y Miró. Me callé la boca. Conseguí sin darme cuenta yo solita, que de la mierda naciera la vida. Me atrevo a decir entonces que estoy fabulosa.

Llegué a mis 31 bajo circunstancias dichosas. El fin de semana de mi cumpleaños no estuve rodeada de mucha gente, no tuve una gran fiesta, una mesa llena de regalos, ni atiborrado el celular de llamadas y mensajes; tampoco flores o chocolates. Admito que de tripa no se sintió del todo bien, me resigné porque todos mis cumpleaños han sido así y a raíz de ello fue que pensé y concluí que no puedo pedir más, que tengo más de lo que necesito y mucho más de lo que una fiesta llena de gente, regalos inútiles y abrazos forzados pueden dar. Intenté ver el lado bueno y lo encontré: estuvieron mis verdaderos amigos, la gente a la que sí le importo.
Llegué a los 31 con el peso de los 18, con un trabajo que me encanta ejerciendo la profesión que tanto amo, viéndome mejor que a los 25, con un sobrino en brazos por el que muero por ser algo más que sólo un lazo de sangre, con salud, con fuerza, con un montón de cosas aprendidas, con rodillas parchadas pero con la mente bien abierta, con paz y tranquilidad en mi corazón, sin cargas ni pesos ni personas que me sobren, sin tristezas, sin arrepentimientos y sobre todo feliz. Llegué después de lo que estaba segura era una gran derrota, pero pensándolo bien, fue una excelente transición. Estoy agradecida completamente con todo y todos, con cada una de las decisiones que tomé para llegar hasta donde estoy hoy.

Me amo, con todo lo que tengo y todo lo que soy. A los 20 años, joven vital y aventurera no hubiera podido decir esto, ni mucho menos tener tanto.

Tengo 31 años y estoy mejor que nunca.

Corazón porteño.

Recordé las "Delicias de Caballito", la panadería en la esquina del depa, ese lugar mágico repleto de gente haciendo fila que rodeaba la vereda desde Miró hasta Ramón Falcón. Todos esperando por sus medialunas para el desayuno, el pan para el almuerzo y las facturas y los biscochitos para la merienda. Me transporté a la terraza del departamento, a las 5 de la mañana, amanecida, con una Stella en la mano, oliendo el pan recién hecho. Bendito Buenos Aires. Recordé caminar por el andén para subir al subte para luego salir y dejarlo detrás hasta mirar de frente la 9 de julio. Sentí de nuevo el aroma y sabor del café acompañado de un alfajor en el Tortoni o en cualquier café de paso, el que fuese, ahí al lado del laburo o en la esquina de Pueyrredon y Santa Fe. Saboreo la frescura de la rúcula y lo delicioso de las picadas con birra. Me acordé que no me gusta mucho el fernet, pero que adoro la pizza de muzza y la torta de ricota y dulce de leche. Se me metieron entre los ojos y la garganta 4 pares de ojos azules y unos brazos que ya no están. Entre el asado del domingo y la previa del sábado se me llena el corazón. Respiré de nuevo lo verde de sus parques y plazas, del mate y el libro sobre el pasto; el olor a libro viejo, resguardado entre los estantes de las librerías de Corrientes. Se me llenó la boca del helado de Freddo, de los paseos largos por Palermo y del bondi 152 desde Olivos hasta La Boca. Se me alegró la panza al pensar en bondiola y choripan en la Costanera y me amarré bien los cordones para pasear por Puerto Madero.
Hoy está que me explota el corazón, se me llena de Buenos Aires, de recuerdos y de amigos. Hoy tengo tanto el corazón porteño.