25 de septiembre de 2012

Hacía que te entendía.

Antes moría por ver que estuvieras conectado. Cada vez que veía el cuadrito verde en la fotito del panelito a la izquierda en la página principal de la red social, que simboliza que estas disponible para hablar, me latía el corazón más rápido. A pesar de que eras extrañamente conciso y hasta escuálido en tu comunicación conmigo siempre esperaba que fueras tu quien me hablara primero, pero no podía aguantarme las ganas de decirte ¡Hola! y era yo entonces quien comenzaba con la charla.
Entendí siempre que no fueses muy expresivo, también entendía que pudieses estar ocupado, lo que ahora no entiendo, al darme cuenta, es porque era solo conmigo.

Traté tantas veces de entenderte. Tantas, que hasta las cosas obvias ya no necesitaban serlo; que creía todo lo que me decías, y que lo compartía con los demás tratando de que ellos te entendieran igual que yo. Pues no logré hacerlo. Aunque hubiese asegurado que sí entonces, ahora, no te entiendo nada.

No hacía falta entenderte a ti. Debía entenderme a mi. Querer entenderte porque creía que necesitaba hacerlo, fué un error, porque me enamoré entonces de la imagen que yo hice de ti, de la necesidad de tenerte y me cegué a cosas que al final me hicieron daño.

Ahora no te entiendo nada, nunca lo hice, sólo me convencí de que si lo hacía para que estuvieramos juntos. ¿Realmente lo estuvimos, o solo era yo viviendo una relación con el hombre que quise que fueras?