8 de abril de 2012

Sin ton, son, ni nombre 15


La luz del sol de media mañana comenzaba a cosquillearte en las mejillas a través de la ventana donde olvidaste cerrar las cortinas desde hacía días. Tu cuerpo reaccionaba por inercia al nuevo día, pero era sábado, podías darte el lujo de dormir tarde, no había labores que te obligaran a despertar temprano. Pero aún así, antes de que despertaras por completo un sonido había ya captado tu atención; entreabriste los ojos y los rayos del sol pasaban ligeros entre tus pestañas. El segundo distractor de tu sueño era afuera, justo debajo de tu ventana. Te levantaste de un brinco y te paraste derechita sobre el marco intentando conocer, curiosa, lo que sonaba debajo. Ahora tus ojos ya se habían abierto por completo, pero todavía no despertabas del todo. Sobre la calle estaba el auto blanco de tu padre, ese que utilizaba como taxi, repleto de cosas. Sólo pudiste ver, en el ángulo entre la ventana y donde te paraste, su cabeza con el cabello 90% cano, el hombro, su brazo que parecía estar recargado sobre la cintura y la punta de su bota derecha. Él miraba hacia el auto como si finalmente hubiera hecho caber en él todo lo que le dio la gana. Te pareció raro que estuviese ahí, no era ni el día ni la hora para encontrarlo en casa. Por lo regular salía temprano a trabajar y lo veías únicamente cuando regresaba por la noche a dormir. Te estiraste, como cuando quieres alcanzar algo muy arriba, bajaste la cabeza, te paraste de puntitas casi cual bailarina de ballet, te agachaste, te volviste a estirar, cambiaste de punto, hacia un lado, hacia el otro, pero no veías más que una parte de su cabeza ahora. No entendías qué había en el taxi, porqué o para qué diablos estaban ahí las cosas que parecían ser de él. No hubo nada más que hacer después de tus fallidas conjeturas que no te llevaron a ninguna conclusión, más que hablar.
-¿A dónde vas? – Dijiste.
-Ya me voy – Contestó mirando hacia el balcón, después de unos instantes en los que te miró tristemente, con el semblante sereno. Parecía que no tenía más qué decir, como si esas palabras fueran un límite.
-Si, pero ¿A dónde vas? – Replicaste.
-Ya me voy – Volvió a repetir, como si fuese totalmente clara la respuesta, como si con la comisura de sus labios un poco hacía abajo, los ojos fijos en ti y sus manos haciendo un ademán de obviedad fuera suficiente.
En ese instante un inmenso frío te invadió. De esos, que sólo se sienten el primer día de clases en el kinder cuando sabes que te tienes que separar de mamá, cuando te avergüenzas frente a todos cayéndote en medio de la explanada principal de la secundaria y se te ven los calzones de olanes, cuando muere tu primer mascota, cuando te separan de tu mejor amigo porque tienes que mudarte de ciudad, cuando te separas del amor de tu vida… Lo sentiste desde la punta del primer cabello hasta la punta de la uña del dedo chiquito del pie izquierdo. Abriste los ojos gigantes entendiéndolo todo pero no queriendo entender nada. Rechazabas la idea, la situación, odiabas tener que darte cuenta de lo que estaba sucediendo.
Tus pies comenzaron a moverse al instante. Atravesaste la habitación en un segundo. Te olvidaste de ponerte las pantuflas e inclusive de ponerte pantalones. ¿Qué caso tenía eso, para qué pensarlo? Acaso son necesarios para entender, para amarrar al hombre que te dio la vida a la cochera de tu casa para que no diera ni un paso más, no subiera al auto y se fuera, como bien había dicho.
Bajaste las escaleras de 3 zancadas. Pasaste la sala y abriste la puerta principal. Te paraste en el umbral, retadora, con los ojos exigiendo explicaciones, con la respiración acelerada, con la cabeza llena de miedos. Él se giró hacia ti y te vió. Con los ojos más tristes que pudiste haberle visto nunca, con un aire de resignación y de poca opción. Comenzó a caminar, dio 4 pasos, abrió los brazos, llamándote a acercarte y luego te abrazó. Sus brazos rodearon tu cintura y con sus manos comenzó a acariciar tu espalda. Tu cabeza cayó rendida sobre su hombro derecho, y tu mano derecha le tomó el izquierdo, luego la pasaste sobre su cuello y lo apretaste fuerte, tan fuerte como pudiste para hacer lo posible para que no se fuera, para que lo que parecía estar pasando, no pasara, para hacerte fuerte y no llorar, para no hacerlo juntos. A pesar de tus esfuerzos logró liberarse de tu abrazo, te miró a los ojos y te dijo:
-Ya es hora. Mis cosas están en el auto. Tu mamá ya lo sabe. Lo hablamos ayer. Ya no regreso. Te amo. – Bajó la mirada y giró sobre su lado derecho recargándose en la pared de la cochera. Sus palabras fueron tajantes, concisas, justo para que no tuvieras que hacer más preguntas, aunque quisieras y aunque lo necesitaras. Además no quería dar explicaciones, claro estaba, no le gustaba tener que hacer lo que estaba haciendo.
-Bueno. Yo también te amo. Y sabes que me tienes para siempre. Sé que no sirve de nada lo que haga ahora.
Ya no dijo más. Se fue. Se subió al auto y parecía tener la mirada perdida, en si mismo y en nada. Le dolía tener que abandonar su casa y volver a empezar.
Sabías que podía pasar, de hecho, ya se venía venir. Después de años de peleas, de malos entendidos, de malhumorados términos, de no dejarte estar neutral por escuchar a uno quejarse del otro y viceversa y casi por fuerza tener que darles la razón, de no poder hacer nada para que se amaran de nuevo.
Cerraste la puerta y comenzaste a llorar. Silenciosamente, quedito. La casa de repente se hizo gigante y te viste acorralada en la esquina de la puerta, agachada, en cuclillas y en calzones. La casa estaba sola, no había nadie más. Ni ella, quien de seguro, había salido más temprano para no estar ahí cuando sucediera. Y el regordete de tu hermano, se encontraba a 400kms de distancia, viviendo una vida que le forzaba a no tener que involucrarse y a entender que era lo mejor.
Se sentía como un vacío y como si alguien fuera de tu casa y desde arriba, algún gigante mal encarado tenía que ser, absorbiera tu espacio y te jalara hacia su boca para comerte de un sorbido.
La cabeza te pesaba, sentiste como si tu corazoncito de pollo se deshacía como el mazapán porque alguien poco a poco le picaba con la punta del dedo para que se desmoronara. Caía, caía a pedacitos livianos como la arena.
No te acuerdas cuánto tiempo estuviste ahí. De seguro suficiente; te levantaste y te sentías rígida, entumecida y las piernas te hormigueaban. Con la cara mojada y los mocos colgando, despeinada, sola…
Había pasado, en no más de 5 minutos. El hombre más importante en tu vida hasta ese momento, se había ido. Ahora la casa estaría sin él. Ella no te preocupaba, sabías que estaría del todo bien, porque había sido ella quien lo decidió, ella quien lo enfrentó y quien cerró la puerta para él. Temías por un hombre aparentemente frágil, inútil y dependiente.
Era el día de comenzar a decir: Te extraño papá.