2 de julio de 2017

Love my body

No es hasta que ya no me funcionan las rodillas y ya no hago lo que tanto me gusta, hasta que ya no puedo comer lo que antes (ni hablemos de la cantidad), ni tomar lo que antes porque el estómago entra en agonía; no es hasta que dormir menos de 8 horas me destroza el día y amanecerla en la fiesta es un pésimo atrevimiento, hasta que dos o más días de la semana me duelen los músculos por intentar sólo hacer ejercicio, hasta que me llené de estrías, hasta que comienzan a surgir las primeras arrugas es cuando precisamente dejó de importarme y empecé a amarlo, lo amo como nunca. Nunca me había parecido tan bello, tan bonito y tan perfecto como ahora a mis 31 años, irónicamente cuando más hecho mierda está.
Porque ya no importa si no tengo un busto prominente (o ninguno), si mi cintura mide 60 cm o 72, si tengo o no tengo nalgas y se ven bien en un pantalón, si mis piernas emulan a las patas de un pollo, si la espalda parece de un luchador de la AAA, si las cejas no están perfectas, si tengo canas o el pelo bien peinado, si se me notan las ojeras o si tengo granos, si los dientes están blancos o bien derechos, si la herencia me alcanza y la panza nunca se va, si me quito o no el lunar de la nariz, si las pestañas ya no son tan largas o si las uñas ya no crecen tanto. Ya no importa. Jamás me había sentido tan cómoda y segura de mi cuerpo, hasta que hice conciencia de que lo tengo