27 de enero de 2009

El viejo abeto.

Todos sus años los pasó debajo de ese árbol. Cuando llegó a ese lugar ya estaba ahi, erguido, fino y sereno cual cadete ruso (si, aqui son rusos no ingleses), inmaculado y rigido, de esos que usan sus sombrerotes peludos y visten de rojo.
De niño disfrutaba de su sombra en días de verano y más en aquellos que eran sumamente calientes y el sol quemaba tras pasar unos pocos minutos bajo su candente luz. En otoño parecía que era el único que no entristecía y que se despojaba de su vestido transformado en color café, así como les pasa a los demás. Su color solo de verde profundo pasaba a ser un poco opaco pero ahi se quedaba, no perdía ni una hoja. Y cuando nevaba el color blanco y el frio invierno lo arropaban cual sábana de seda.
Pasaba las horas debajo del árbol. Sus primeros pasos los habia dado justo ahi, agarrado de la verja que dividía la pradera de la extensión de su casa hacia el granero y donde
vivian los caballos, que con tanto empeño su padre y su hermano cuidaban. Eran dos, una vieja yegua negra y terca como ella sola, habían durado meses para poder amansarla y cuando lograron montarla su padre se rompió una pierna al caer sobre la pila de agua, sin agua; el otro era un manso y café claro caballo llamado Rocinante, debido a la afición de su madre por Cervantes Saavedra y el caballero armado Don Quijote. Disfrutaban cada domingo de una comida al aire libre. Su padre y él habian construido la mesa de campo y lo recuerda bien pues a sus 7 años no habia conseguido ser muy ágil con el martillo y los clavos parecian ser demasiado pequeños y no le atinaba mas que a su dedo gordo quien de un golpazo amorató la uña y tuvieron que arrancarsela.
Esas comidas eran gloriosas. Su madre preparaba lo de costumbre y a veces los sorprendía con un delicioso postre, pero a él le encantaban los panesillos de avena y el postre de manzana y platanos con crema no lo cambiaba por nada. La mesa se llenaba de comida abundante y en ocasiones sus tíos y primos llegaban de visita desde el pueblo de a lado.
El abeto era su cómplice. Tantas travesuras habia hecho ahi. Aquel día que su primo Eugenio colmó su paciencia y que en vez de ser apoyado su madre lo regañó por no querer darle gusto a los caprichos y boberias de aquel niño mimado por el hecho de que era el invitado, acudió a alojarse entre las ramas y se escondió. No respondió ante las llamadas y búsquedas de su familia. No deseaba hablar con nadie. Ahi arriba estaba seguro y se sentía capaz de perder aquello que le agobiaba. De ahi en adelante subía al abeto y miraba al horizonte, reflexionaba, leía un buen libro, lloraba de rabia o de felicidad, habia encontrado el mejor refugio.
Bajo ese viejo y grande árbol se habia enamorado de Azucena, el amor de su vida, le había besado los labios por primera vez y tomado su mano; ahi justo le declaró su amor y ahi mismo la despidió cuando se alejó a la ciudad.
El abeto resguardaba sus memorias, a su perro pastor aleman Barrabas, enterrado bajo ceremonia y muerto por inyección letal en la veterinaria, prefirieron dormirlo que dejarlo
sufrir con esa extraña enfermedad que lo atacó; su tiempo perdido y el tiempo invertido en esa vida campirana que le tocó vivir y que convirtió su cabello rubio en cano y que puso en sus ojos arrugas de sabiduría. Cuando su padre murió, a sus 20 años tuvo que hacerse cargo de la casa, el granero, los caballos y su madre. Su hermano había hecho lo que Azucena, huido a la ciudad para estudiar y si acaso su suerte no hubiera sido convertirse en el hombre de la casa, muy probablemente no se hubiera ido de ahi, estudió la preparatoria en el pueblo vecino y los aires universitarios no eran para él, sentía que ahi estaba su lugar.
Vió irse los años, morir a su madre y regresar a su hermano, a Azucena casada y con 2 hijos, a los propios y a otro perro guardián dormir bajo el cobertizo crujiente de la casa.Veranos intensos y crudos inviernos, los días y las noches, pero aquel abeto, árbol firme y sereno seguía ahi, como aguardando el día en el que la tierra se lo tragara o su fuerte tronco se convirtiera en ceniza.
Volvió a mirar hacia el cielo y susurró su último deseo: -'Quiero que me entierren bajo el árbol'- Y cerró sus ojos, para que su alma ascendiera al infinito dejando su cuerpo para
que se hiciera uno con el amigo de toda su vida.

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