21 de junio de 2015

Tengo casi 30 años y creo que el complejo de edipo nunca lo superé. Mi papá ha sido la persona que me hizo entender el amor incondicional y no por voluntad. Ese amor que le tienes a las personas que sin haberlas escogido, las amas, con todo lo que eres y por todo lo que son.
Cuando era niña, el cuento de que tus padres son como súper héroes, nadie me lo contó, me lo hice yo misma y no eran necesariamente súper héroes, sino personas especiales, mágicas y sensacionales, ogros y brujas enojones que te castigaban por hacer berrinche y molestar hasta el hartazgo a tu hermano. Los papás, eran los papás. Cumplían ese único rol. Nunca te imaginaste que también son personas, que sienten, que sufren y que necesitan así como tu y los demás. Lo malo es darte cuenta de que ellos no son ningunos súper héroes en momentos difíciles, como un divorcio, como el día en el que uno de ellos muere.
Me di cuenta de que el súper héroe que era mi papá, se convirtió en un hombre, un simple hombre, cuando lo vi llorar, cuando conocí sus problemas, cuando lo conocí a él. Tuvo un montón de cosas malas, de actitudes que reprocharía a cualquier otro y de acciones que reprobaría en todos los demás, pero era mi papá y no lo iba a dejar de amar, a pesar de haberle hecho daño a mi mamá. Es ahí cuando entendí, que lo amaba. Que podía sobrellevar todo, lo mucho de lo bueno y lo tanto de lo malo, que no podía siquiera estar enojada con él, que no podía no mirarlo y querer metermelo en el pecho para que nunca se fuera. Pero se fue.
Así que mi papá no fue un súper héroe, ni mi príncipe azul, ni mi rey de chocolate. Fue justamente eso, mi padre; el hombre que me hizo darme cuenta que el amor es tan simple como eso y que se siente y nada más y que no se acaba, aún y conociendo todo lo malo.